El pasado miércoles, España sufrió su segunda huelga general en menos de un año. Su convocatoria agrupó a toda la ciudadanía, sin distinción de credos, color de piel, e incluso procedencia autonómica, a todo tipo de personas absolutamente indignadas con la situación económica que atraviesa el país, derivada directamente de una nefasta gestión de los bancos, siempre insaciables a la hora de ganar dinero a toda costa, y de la inoperancia, por no decir incapacidad intelectual y ética, de los gobiernos de turno.
Nadie puede sacar pecho en nombre de ninguna ideología política, afirmando, sin rubor, que su partido lo hace o lo hizo mejor. Desgraciadamente para los ciudadanos que trabajamos todos los días con apenas derecho a votar cada cuatro años, y pare usted de contar, estamos gobernados por una nueva clase social emergente y absolutamente rentable, como es la clase política, que se turna religiosamente en el poder, sin que importe el partido al que pertenece, sin cualificación laboral o profesional para los cargos que desempeña en la mayoría de los casos, asentada firmemente en una serie de privilegios que, incluso en el transcurso de esta terrible crisis que soportamos, no han sufrido merma alguna.
El miércoles pasado, durante el desarrollo de la concentración de mediodía en Chiclana, me entretuve, por unos instantes, mirando a mi alrededor. Y entonces me di perfectamente cuenta de quiénes estábamos allí y, sobre todo, de los que faltaban. Estábamos, entre hombres y mujeres, algunos jubilados, unos cuantos representantes de los partidos políticos, algunos dirigentes sindicales, unos pocos funcionarios de diferentes servicios municipales y autonómicos, un reducido número de trabajadores autónomos, otro pequeño grupo de trabajadores por cuenta ajena, la policía nacional y la policía municipal, amén de algunos curiosos. No creo que sobrepasásemos los trescientos.